A los treinta y cinco años de mi vida,
tan largos, tan cargados y, a fin de cuentas, vanos,
considero el empuje que llevo ya gastado,
la nada de mi vida, el asco de mí mismo
que me lleva a volcarme suciamente hacia fuera,
negociar, cotizar mi trabajo y mi rabia,
ser cosa entre las cosas que choca dura y hiere.
Considero mis años,
considero este mar que aquí brilla tranquilo,
los árboles que aquí dulcemente se mecen,
el aire que aquí tiembla, las flores que aquí huelen,
este "aquí" que es real y, a la vez, es remoto,
este "aquí" y "ahora mismo" que me dice inflexible
que yo soy un error y el mundo es siempre hermoso,
hermoso, solo hermoso, tranquilo y bueno, hermoso.
A mediados de 1935, me encontré confinado en San Sebastián y convertido en ingeniero-gerente de la empresa de mi familia. En 1939, al terminar la Guerra Española, todos los amigos-poetas que me habían acompañado en mi juventud habían desaparecido de mi horizonte. Y yo estaba en mi fábrica, más solo que nunca.